TESTIMONIOS
“La Providencia quiso que un día llegara a nuestra cueva una persona. Lo que vio la dejó pasmada pues el cuadro era para dejar sorprendido a cualquiera.”
“Como en sueños recuerdo mi ranchito, tenía cinco años cuando una noche oí llorar a mi madre, dos hombres llegaron a casa para llevarse a mi papá a la cárcel por un robo.”
“Puedo decir que de aquella niña que un día llegó al Hogar Ortigosa porque su familia la rechazó, no queda nada, porque ahora puedo decir con la cabeza erguida y con seguridad en la voz, YO SOY PILAR, SOY MUY FELIZ y SOY UNA TRIUNFADORA.”
LAS LETICIAS:
UN MILAGRO DE DIOS.
Siempre creí que mi nombre era «Leticia:, porque tanto a mi hermana como a mí, todos nos llamaban así: «Las Leticias».
Esto para mí no era raro, el no tener conciencia de mi nombre era como el no tener conciencia de mi vida entera.
Mi pequeño mundo se limitaba a un reducido espacio ya que los primeros años de mi infancia transcurrieron entre las tierrosas paredes de una cueva.
Nunca supe lo que era una cama, una mesa, una silla, yo no tuve una cuna donde me mecieran y tampoco me recuerdo en el regazo de mi madre.
Ella, mi madre, no hablaba bien, no hilaba una sola frase con la debida cordura, y junto con mi padre -los dos eran dementes-, bajaban de la cueva hacia el pueblo para traernos un poco de comida.
Estas ausencias me llenaban de terror, porque mis padres, para asegurarse de que no nos pasara nada, nos amarraban con una soga a mi hermana y a mí, y en ocasiones ellos tardaban una semana en volver.
Durante días que se hacían eternos y noches interminables llenas de angustia por el llanto de mi hermanita, permanecíamos acurrucadas en el mismo lugar, y si sentíamos hambre, comíamos todo lo que estaba a nuestro alcance, incluyendo nuestros propios desechos.
Mis padres volvían casi siempre con leños para calentar la cueva que aún en los meses de verano era fría, y con desperdicios de comida que recogían de los basureros. Esos momentos eran para mí felices, hurgaba entre los sacos que, aunque sucios y desteñidos, encerraban un tesoro oculto que descubría poco a poco: tortillas duras, pan frío, tomates y chiles podridos, unos zapatos rotos, una falda de florecitas sin un botón, una blusa para mi hermanita, y con un poco de suerte, una estropeada muñeca.
Nunca celebramos los cumpleaños porque mi madre no sabía siquiera ni el año ni el día en que nació, tampoco sabía leer ni escribir, tanto ella como mi padre tenían dificultades para expresarse. Lo único que sé de su pasado es que nacieron en Colima y de allí vinieron a vivir a esta cueva donde nacimos mi hermana y yo.
La Providencia quiso que un día llegara a nuestra cueva una persona. Lo que vio la dejó pasmada pues el cuadro era para dejar sorprendido a cualquiera.
No es fácil imaginar que se pudiera vivir de esta manera, dos niñas atadas con una soga, sin vestidos, con los cuerpecitos desnutridos. Llenos de infecciones y granos, la cabeza con piojos, gateando en vez de caminar y que en vez de hablar emitían una serie de sonidos guturales.
Este retrato correspondía a dos niñas que representaban menos edad que la que tenían, esas niñas éramos mi hermana y yo: «Las Leticias»
Así, con mis siete años a cuestas, con mi hermanita de cinco y con un pasado muy triste, llegamos hace algunos años al Hogar Ortigosa.
Los especialistas nos desahuciaron, su diagnóstico fue tajante: Problemas respiratorios, adenoiditis, dermatitis, seborrea, bronquitis, parasitosis y desnutrición crónica aguda. En el plan mental, el diagnóstico era igualmente desalentador: Problemas de lenguaje, de articulación, de coordinación motora, que mostraban un retraso significativo.
Hogar Ortigosa no acepta niñas en estas condiciones, pero toda regla tiene su excepción, y las Madres del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres, nos recibieron con amor.
Hoy, después de un tiempo, mi hermana y yo asistimos a una escuela especial de rehabilitación donde nos imparten una educación que nos permitirá enfrentarnos a la vida con mayores expectativas.
Sé que podemos aprender un oficio porque por ejemplo, tenemos conocimiento de computación y nos están preparando para que, al salir de Ortigosa, podamos vivir dignamente. Nosotras, que tuvimos tantas carencias, hemos ido adquiriendo bases morales cada vez más sólidas y ahora el futuro se nos muestra promisorio.
Estoy consciente de que tengo un espacio que es mío, que soy una persona, que mi hermana se llama Lupita, y sobre todo, que yo tengo un nombre también: yo no soy una «Leticia, soy Juanita.
UNA ISLA DE CARIÑO
Hay lugares que marcan nuestra vida, una casa, un paisaje campestre, el hogar de una amiga… yo tengo grabado en mi memoria un solo lugar: Las Islas Marías.
Llegar a las «Islas», era llegar al terror, aunque iba del brazo de mi madre y en compañía de mis dos hermanos, nunca me sentí protegida porque las celadoras efectuaban un examen que resultaba agresivo a mi persona.
Este examen lo sufría en forma periódica ya que las «Islas» eran la extensión de nuestro hogar pues en ellas se encontraba mi padre, recluido por un delito que cometió.
Como en sueños recuerdo mi ranchito, tenía cinco años cuando una noche oí llorar a mi madre, dos hombres llegaron a casa para llevarse a mi papá a la cárcel por un robo.
Dos años después lo dejaron libre, pero al poco tiempo reincidió y nuevamente se lo llevaron preso.
Tenía yo nueve años cuando me enteré que mi padre junto con un sobrino y dos hombres más, habían cometido un asesinato. La condena fue de 20 años en las Islas Marías.
Mi madre siguió a mi padre, se fue a vivir con él a las Islas, mis hermanas Mirthala y Francisca se quedaron con una tía y yo fui a parar a un internado del gobierno.
Nos reuníamos todas al ir a visitar a mi papá, pero cuando cumplí los 11 años me negué a volver por las «revisiones» que nos hacían y además porque mi padre me infundía miedo, tenía un carácter violento y siempre tenía pleitos con sus compañeros.
En las Islas hay Madres del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres que auxilian espiritualmente a las familias que ahí viven, y una de ellas le propuso a mi mamá que nos dejara internas en el Hogar Ortigosa.
La madre se encargó de hacer lo conveniente, y mis hermanas y yo vivimos ahora reunidas en el Hogar tranquilo. Mi hermana Francisca tiene 16 años, es seria y retraída. Recién terminó la Preparatoria con la más alta distinción como alumna ejemplar y su deseo es llegar a ser una gran Doctora.
Mi hermana Mirthala, que tiene 12 años, es muy juguetona, presenta la conducta de una niña que empieza a descubrir el mundo, un mundo que se le ofrece lleno de sueños, ilusiones y esperanza.
SOY UNA TRIUNFADORA
Cuando se ha tenido ausencias de todo, cuando en la infancia se ha sentido el rechazo de los padres, el sobreponerse a ello y crecer en busca de la trascendencia como ser humano, no es cosa fácil.
Si tuviera que buscar un nombre para titular mi vida, sin duda alguna que éste sería: Lo que el mundo desecha, Dios lo recoge, porque a mí me hicieron a un lado, pero Él me recogió y me protegió a través del amor de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres.
Conocí a mi padre el día que mi madre murió, tenía entonces 12 años de edad, creí que me llevaría a vivir con él y no lo hizo, pues yo había sido engendrada fuera del matrimonio y él tenía su propia familia.
Debido a los convencionalismos sociales, al que dirán y al temor que no me aceptarán en su círculo social, me donó al Hogar Ortigosa, para siempre.
Aprendí a crecer con mi realidad, nunca juzgué a mi padre, lo único que me dolía era la separación de mi hermana, ella se quedó de interna en un colegio de la ciudad de México y yo en el Hogar Ortigosa en Monterrey.
Llegué al Ortigosa triste, insegura, no sabía lo que me esperaba, no tenía a nadie, no tenía amor.
Las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres se convirtieron en mis madres sustitutas, sufrieron por mí y conmigo. Ellas trataron de unirme con mi padre, pero mi padre y su familia me rechazaron y las rechazaron también a ellas.
Mi padre tuvo seis hermanos y mi madre doce, y nadie fue capaz de hacerse cargo de una sobrina huérfana y nunca me buscaron. Comprender que uno no le interesa a nadie, produce un dolor agobiante e intenso que parece no acabar nunca.
Lo primero que hicieron mis queridas madres fue enseñarme a enfrentar mi realidad, a aceptarme a mi misma tal como era, a aceptar que no contaba con ningún familiar, y esto duele, pero cuando uno conoce su propia verdad, el corazón sana.
Yo aprovechaba todo, los trabajos, las fiestas, los paseos, los estudios, el lavar la loza del internado. Pienso que se es feliz cuando se construye la felicidad con los dones que Dios nos da.
Al observar las madres mis capacidades y mi forma de actuar consiguieron con bienhechores que yo pudiera concluir una carrera en la universidad Labastida.
Al mismo tiempo, crecía en la fe, en cursos que tomaba fuera del internado; mis madres me enviaron al movimiento Por un Mundo Mejor, a las Jornadas de Vida Cristiana y al Movimiento para Lideres Cristianos.
En 1963 me convertí en la primera mujer presidenta del movimiento de Jornadas de Vida Cristiana y empecé a viajar llevando un mensaje a otras ciudades como San Luis Potosí, Saltillo, Torreón, etc.
Dentro de la Actividad de estos movimientos, encontré mi realización. Mi vida cambió de manera increíble, ahora podía practicar todo lo que me habían enseñado mis madres en el Ortigosa. Con la acción y la práctica me desarrollé más en la vida social.
En este ambiente de jóvenes católicos, encontré dos verdaderos amigos, ellos me invitaron a su casa, un verdadero hogar, y sus padres me adoptaron espiritualmente y hasta la fecha me siguen brindando su amor.
Fueron ellos, mis padres espirituales quienes me entregaron en el altar de la purísima, a mi esposo. El Hogar Santa Sofía del Hospicio Ortigosa fue engalanado por todas mis compañeras y allí se celebró la recepción de bodas.
Con mi carácter, exigí a la vida mis derechos, estudiar, trabajar, salir de blanco de mi casa, el Hogar Santa Sofía; y brindarle a mi esposo una novia vestida de blanco.
Después de 28 años de feliz matrimonio, me invitaron a celebrar el 30 Aniversario de la Fundación del Movimiento de Jornadas de Vida Cristiana y nos reunimos todos los jóvenes que participamos en su creación en aquella época.
Me sentí orgullosa de poder mostrarles mi vida, las fotos de mi esposo, de mis cuatro hijos, de mi hogar, ¡Mi Propio Hogar!, maravillosa palabra que hace repetir ¡Gloria a Dios!.
Con mi esposo llegamos a ser directivos de la Federación Mexicana de Tenis, él es un artista reconocido, y juntos formamos parte de la comunidad Luz de Jesús, donde tengo un grupo de personas a mi cargo.
Con mi esposo y mis hijos viajamos por diversos lugares. Mis hijos visitan a sus abuelitas, “Mis Madres”, y puedo decir que de aquella niña que un día llegó al Hogar Ortigosa porque su familia la rechazó, no queda nada, porque ahora puedo decir con la cabeza erguida y con seguridad en la voz, YO SOY PILAR, SOY MUY FELIZ y SOY UNA TRIUNFADORA.
Pilar Medinilla de Jasso.